lunes, 6 de diciembre de 2010

Germán Arens: Los ojos del cordero, poesía.













Los ojos del cordero.
Claudia Sastre, 2010.


El multifácetico autor de Los Ojos del cordero, cantor de milongas y tangos reos, como él mismo se define, se anima en éste, su tercer libro a velar a los fantasmas que conviven con el desde la infancia.
Uno no es de dónde nació, uno es de dónde tiene los recuerdos más potentes. Germán, nacido en la bonaerense Bahía Blanca, es, por crianza y fuerza de recuerdos originario de Río Colorado, Río Negro. La comarca rural, los trabajos del campo, los rituales de los pueblos, como ser los partidos de futbol, las visitas a parientes, los derroteros de cacerías menores y mayores, el tanque australiano, las flores y el cementerio lleno de parientes con el mismo apellido forman parte del imaginario campesino, con sus creencias, prejuicios y demás. Eso habita la poesía de Arens, desde el tono de una épica menor típicamente patagónica, donde la biografía se escribe en verso, pero no grandilocuente y laudatorio, es una épica amable y no autorreferencial; donde la tercera o la segunda persona toman la distancia necesaria del yo lírico, y se permiten burlarse de él, tomarse el pelo, suavemente, con ese tono preciso de los dichos de campo, poblados de doble intención.
En ese mundo de cotidiano surrealismo, Arens hace su épica mínima de personajes cotidianos, que habitan como fantasmas, reales o no, desde la llamada telefónica que cuenta desde la remota cordillera patagónica una hazaña de pesca, o desde la costa chubutense la aparición de fantasmas a la vera de la ruta del viajante de comercio, con regalos exóticos en cada aparición, inesperada, que dura puntualmente una semana, antes de la nueva partida. Ese Renault 12 celeste es la comunicación que tienen efectivamente con el “afuera”, eso y las historias. Los fantasmas mansos que aparecen en la noche, o apoyados en el dintel de la puerta son las inquietantes experiencias de un chico con la muerte, reforzadas por la muerte del cordero, el cordero muere mirando a los ojos al yo que narra, ojos que lo miran y que lo interpelan como los de los fantasmas que están muy cerca, en el cementerio del pueblo, ahí nomás, en la casa del campo, en el piano donde Edgardo ha dejado sus manos.
Es un libro sigilosamente inquietante, un párrafo aparte la historia de Berguer, el peón o medianero, que forma parte de la familia desde el margen de la casa, irrumpe en la historia familiar preguntando sobre una lectura. Berguer se desprende de sus caballos y sus aperos (los que parecen sus únicos bienes) y oculta, -como todos- una historia para contar.
Encontramos en Los ojos del cordero una historia siempre inconclusa, siempre provisional y para armar. Al igual que los viejos retratos de dorados marcos, donde los abuelos maquillados a tinta saludan en una sonrisa eterna, llena de misterio.